La princesa Rizos Largos

Había una vez un rey y una reina, cuyo mayor deseo era tener un bebé. Después de muchos años su sueño se hizo realidad y tuvieron una hija. La llamaron Rizos Largos y les parecía la niña más preciosa del mundo.

Como era su única hija, el rey y la reina la daban todo lo que quería y la princesa se convirtió en una niña muy caprichosa. Era muy mandona con los sirvientes y nunca decía gracias ni por favor. En una ocasión, entró en la cocina cuando la cocinera estaba preparando la comida.

-Prepárame un pastel -le ordenó Rizos Largos.

-Te haré uno para la hora del té -le contestó la cocinera.

-No, quiero uno ahora -dijo la princesa.

Así que la cocinera tuvo que dejar lo que estaba haciendo para prepararle un pastel a la princesa.

Como es natural, ese día la comida se retrasó y la pobre cocinera se metió en un lío. Muy injusto, por cierto.

La princesa era exactamente igual con sus amigos. Cuando iban a jugar al palacio, Rizos Largos era siempre la que elegía los juegos y se ponía a mandonear, hasta que dejaron de ir a jugar con ella.

Un día, Rizos Largos estaba en el jardín y vio a un niño que la miraba desde la verja de entrada al palacio. Se llamaba Juan y sentía pena al ver a la princesa jugando sola. Juan era huérfano y no tenía hermanos, por eso sabía muy bien lo que era sentirse solo. Pero Rizos Largos lo miró por encima del hombro y ni tan siquiera le saludó.

Lo mejor de Rizos Largos era su pelo castaño: sus mechones rojizos eran tan brillantes como las hojas del otoño. Las niñeras intentaban peinar sus trirabuzones todos los días, pero ella nunca se dejaba y montaba una gran pataleta. Simplemente porque a Su Alteza Real no le gustaba que le tocaran el pelo. ¡No os imagináis los escándalos que armaba! Gritaba y pegaba a las niñeras como una loca. 

A la hora del cepillado, la reina intentaba por todos los medios que su preciosa niña se dejara peinar. Le  compraba los vestidos más bonitos, los zapatos más primorosos y chocolates de los que hacen la boca agua. Pero nada era suficiente. La princesa se retorcía, se revolvía y daba patadas en el suelo. Como veis, tenía un genio terrible.

Una mañana, cuando las niñeras intentaban peinar su cabello real, la reina le trajo a Rizos Largos una muñeca preciosa. La princesa, que como siempre estaba gritando malhumorada, agarró la muñeca y la arrojó por la ventana. Justo en ese mismo momento, una abuelita pasaba junto al palacio y la muñeca cayó a sus pies. La abuelita (que en realidad era una hada disfrazada) se inclinó para recogerla.

-¡Devuélveme mi muñeca! -gritó Rizos Largos desde la ventana.

-Pero antes prométeme que vas a ser una niña buena -contestó el hada.

-¡No! No pienso prometerte nada -gritó la princesa.

-Muy bien, entonces me quedaré la muñeca y a ti te lanzaré un maleficio.

Rizos Largos estaba a punto de decir una grosería cuando de repente la abuelita se transformo en hada. La princesa se sobresaltó. Sabía que se trataba de un hada de verdad, con sus alas y su varita mágica.

La princesa estaba a punto de preguntar al hada qué tipo de hechizo había arrojado sobre ella cuando, como suelen hacer las hadas, desapareció.

Al principio, Rizos Largos hizo como si no le importara lo que había sucedido.

-Hada tonta -pensó.- Seguro que ni siquiera sabe hacer magia.

A la hora del desayuno todo seguía igual. En la comida no había nada diferente. Pero a la hora del té, cuando la princesa se estaba zampando un plato de pasteles de crema.. su pelo comenzó a crecer. En cuestión de segundos, le cayeron sobre la cama un montón de largos y gruesos mechones rizados y no  pudo seguir comiendo los pringosos pastelitos.

El cabello de Rizos Largos crecía cada vez más rápido. El rey y la reina miraban con sorpresa cómo el pelo de su hija crecía minuto a minuto... hasta la cintura, pasadas la rodillas, sobre los pies y hasta el suelo.

¡Rizos Largos daba brincos de miedo! Y justamente saltar era lo único que podía hacer, porque en ese momento el pelo le había envuelto los talones. La desafortunada princesa casi no podía poner un pie delante de otro sin tropezar.

-¡Que alguien haga algo! -girtó enfadada Rizos Largos.

Muy pronto, todo el palacio se enteró del lamentable estado de la princesa. Las niñeras corrieron hacia la sala del té, seguidas del presidente de Cámara de los Consejeros Reales, los jardineros, un cochero y la cocinera. Les resultó muy difícil no pisar el cabello de la princesa porque se había esparcido por todo el suelo como una alfombra. Sus rizos comenzaron a trepar por las paredes y atravesaban los huecos de las puertas.

Rizos Largos comenzó a sentirse muy asustada. Se arrepentía de haber sido tan mal educada con el hada y les contó a todos lo que había sudedido. La reina frunció el entrecejo y regaño a la cocinera que se reía disimuladamente con el cochero. El rey se enderezó la corona y pidió consejo al presidente de la Cámara de los Consejeros Reales.

-Bien -dijo el presidente intentando disimular la sonrisa-. Si Su Alteza Real se encuentra bajo algún tipo de hechizo, no hay manera de saber cuánto puede durar.. un día, una semana, un año o...... a lo mejor más. No hay forma de saberlo. El rey y la reina estaban horrorizados.

El pelo había seguido creciendo, cada vez era más largo y frondoso. Primero, las niñeras intentaron recogerlo y atarlo en coletas. Pero era peor que trabajar en un campo de heno.  Las gomas de pelo se rompían y pronto se quedaron sin cintas. Después, los jardineros intentaron poner un poco de orden con rastrillos y tijeras. Pero el cabello no paraba de crecer.

Esa noche, Rizos Largos se fue a la cama muy triste. La reina y todas las damas de honor intentaron consolarla. Le leyeron cuentos y cantaron canciones de cuna, pero no consiguieron que dejara de llorar. El cabello le daba calor y pesaba tanto como cien mantas juntas.

Y durante toda la noche creció y creció hasta que todo el palacio se cubrió de pelo.

Por la mañana, el rey convocó al presidente de la Cámara a una reunión muy urgente.

Tenían que encontrar una solución al problema.

-Debemos cortar el pelo a Su Alteza Real cuanto antes -dijo el rey.

-Pero si sólo tenemos un par de tijeras -dijo el presidente de la Cámara -y no están afiladas.

-Pues que venga el ejército -ordenó el rey. -Necesitamos todas las tijeras del reino.

Y así se hizo. Los soldados recorrieron todas las ciudades y pueblos del territorio. Todo aquel que tuviera un par de tijeras debía presentarse en palacio para cortar el pelo de la princesa. Sastres, barberos y costureras fueron rápidamente a ayudar. También se presentaron granjeros con hoces  y guadañas. Una vez en palacio, vieron como el cabello  de la princesa había trepado por la muralla y se deslizaba por el camino.

 

Se oían las tijeras..¡Tris, tras!, se oían las hoces... ¡Tris, tras! y las guadañas...¡Tris, tras!

Rizos Largos les observaba con tristeza desde la torre del palacio. Todos cortaron, tijeretearon y recortaron desde la mañana temprano hasta el anochecer. Los afiladores estaban muy ocupados. Pero, aunque cortaran y cortaran, el cabello seguía creciendo cada vez más fuerte.

Pasaron días, semanas, meses.... La princesa estaba pálida y delgada. Su pelo pesaba tanto que casi no la dejaba comer ni moverse. Al cabo de un año. Todo el reino estaba cubierto de pelo.

El día en que Rizos Largos cumplía seis años Juan pasó por delante de unas tiendas de camino al palacio. No había dejado de pensar en la princesa desde el día en que la vió en el jardín. Por supuesto, conocía la historia del hada y el hechizo. Juan sentía mucha lástima de Rizos Largos; quería hacerle un regalo de cumpleaños, pero sabía que con las dos monedas que llevaba en el bolsillo no podría comprar casi nada.

Se paró frente a una tienda y apoyó la nariz sobre el cristal del escaparate. La tienda estaba llena de cosas viejas, amontonadas unas encima de otras. Entre tanto desorden vio una muñeca preciosa. Juan se la quedó mirando y le pareció que la muñeca le sonreía. Entonces, la abuelita que atendía en la tienda hizo señas a Juan para que entrara.

-Por favor, -dijo Juan -¿podría decirme cuánto cuesta esa muñeca?

-¿Cuánto estás dispuesto a pagar? -preguntó la abuelita, fijándose en las raídas ropas de Juan.

-Solo tengo dos monedas pequeñas -contestó.

-Trato hecho -dijo la abuelita y le entregó la muñeca.

Juan no podía creer su suerte. Corrió directamente hacia el palacio. La verja de entrada estaba escondida tras un grueso arbusto de rizos dorados, así que trepó por una trenza y saltó por encima del muro.

Un guardia del palacio le vio y ordenó:

-¡Alto ahí!, No puedes entrar al palacio.

-Por favor, -dijo Juan- he traído un regalo para la princesa y me gustaría mucho poder dárselo en persona.

El guardia miró a Juan y a la muñeca. Pensó que a la princesa le alegraría recibir una visita el día de su cumpleaños, aunque se tratara de un piojoso como ése.

-Está bien, -dijo el guardia -sígueme.

El guardia acompañó a Juan a través de largos pasillos y escaleras de mármol, hasta la habitación de la princesa. No fue fácil encontrar la puerta detrás de tanto pelo.

-Ya puedes pasar -dijo el guardia- ¡Buena suerte! -añadió.

Juan golpeó la puerta y entró. La princesa espió a Juan a través de una bola enmarañada de cabello. Su cara sucia le resultó familiar, pero no le reconoció.

-¿Quién eres? -dijo la princesa.

-Soy Juan -se presentó rápidamente: -te vi una vez desde el otro lado de la verja del palacio. Tú estabas en el jardín y te saludé, pero no me oíste y ahora he venido para darte un regalo... feliz cumpleaños.

Juan le dió la muñeca de Rizos Largos. La princesa la agarró y .. se puso muy nerviosa. ¿Era  aquella muñeca? ¿Cómo podía ser? ¡síii! Estaba convencida de que era la misma muñeca que le había regalado la reina el día del maleficio.

-Se la he comprado a una viejecita -le explicó Juan.- Espero que te guste. Rizos Largos hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aunque con dificultad porque el pelo le pesaba mucho. Entonces, para su sorpresa, la muñeca también afirmó con la cabeza. Juan y la princesa la miraron de cerca. La muñeca les sonrió y guiñó un ojo. Y muy poco a poco, se transformó en hada. ¡Era el hada que la había hechizado! Juan no podía creer lo que veían sus ojos. Nunca antes había visto un hada. Pero la princesa la reconoció enseguida.

-¡Dios mío! -dijo el hada haciéndose un hueco entre los rizos. -Esto está hecho un desastre.

-Entonces deshaz el hechizo que lanzaste sobre mí -dijo la princesa.

-Pídemelo por favor -dijo el hada.

-¡Por favor! -dijo la princesa rápidamente.

-Eso está mejor -dijo el hada. -Pero para romper el hechizo debes pedir un deseo que haga feliz a alguien.

Rizos Largos nunca había pensado en nadie que no fuera ella, pero le costó poco decidirse. Miró a Juan. Había sido muy bueno con ella. Después de todo, había encontrado la muñeca. Si todo eso no hubiera pasado, ¿quién sabe?, el hechizo podría haber durado toda la vida.

-Mi deseo es... que Juan viva conmigo en el palacio.

A Juan nunca se le hubiera ocurrido nada mejor. El hada rompió el maleficio y el cabello de la princesa dejó de crecer. Juan fue a vivir al palacio, se convirtió en el principe Juan y el rey y la reina le quisieron como si fuera su propio hijo. 

Rizos Largos dejó de ser una niña caprichosa.  Desde entonces, se cepilló el cabello todos los días y dijo siempre por favor y gracias.

¿Qué pasó con el hada?.. Nunca se supo más de ella, aunque la muñeca tenía un extraño parecido a ella.

 

FIN

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