LA PRINCESA Y EL GUISANTE

Un príncipe llevaba mucho tiempo buscando a una princesa para casarse. Y aunque había conocido a muchas, ninguna lo convencía del todo.

Por eso emprendió un largo viaje por el mundo en busca de una princesa auténtica que realmente le gustara.

Y conoció a princesas de sobra. En cierta ocasión y en una sola noche le presentaron a treinta y cinco princesas reales, pero a todas y a cada una, el exigente joven les encontró alguna pega.

Cierto día, al atardecer, se oscureció de pronto el cielo y se oyó repiquetear en los cristales de las altas ventanas del palacio débiles gotas de lluvia: Clic, clic.

¡Y al rato esas gotas se convirtieron en una gruesa cortina de agua, y poco después se desató una terrible tormenta!

Comenzó a llover a cántaros, las copas de los árboles barrían el suelo al paso del furioso soplido del viento y daba la impresión de que, de un momento a otro, los tejados se echarían a volar.

Los reyes y el príncipe se sentaron junto a la chimenea, porque con ese tiempo no se podía salir, y estaban conversando cuando oyeron llamar a la puerta: Toc, toc

-¡Que raro! -dijo la reina- ¿A quién se le habrá ocurrido salir en una tarde como esta?

El rey, por su parte, se levantó y fue a abrir.

En la puerta había una joven que dijo:

-Hola, soy una princesa y estoy de visita en el reino de aquí al lado.

El monarca pensó:

-No parece serlo en absoluto...

Pero la invitó:

-Pasa, pasa, no te quedes ahí, puedes pillar un resfriado. ¿Cómo  es que has salido en un día así?

Y la princesa contestó:

-Muchas gracias, rey -y al mismo tiempo que entraba al palacio, explicó-: Cuando salí no llovía. Después de comer, decidí dar un paseo a caballo por el bosque. Pero, al rato, empezó la tormenta y con el primer trueno, mi caballo se asustó tanto que se desbocó.

El rey la escuchaba con atenció y la chica continuó:

-A duras penas conseguí saltar y sujetarme a la rama de un árbol que se cruzó mi caballo, y ahí esperé hasta que amainó la lluvia y bajé del árbol para buscar un sitio en que refugiarme. ¡Y ya lo ves! Aquí estoy...

-Bien -Se dijo el rey-, puede haberle ocurrido lo que dice, pero de ahí a que sea una princesa... Mmmm ¡eso ya no está tan raro!

La muchacha tenía las ropas desgarradas, sucias y mojadas, chorreaba agua del pelo y llevaba las botas cubiertas de barro. En fin, ¡que tenía una pinta desastrosa!

Pero el rey la guió hasta el salón de la chimenea. ¡A cada paso la muchacha iba dejando una huella de barro y agua!

Cuando la presentó a la reina y al príncipe heredero como lo que decía ser, reaccionaron de forma muy distinta.

El príncipe pensó esperanzado:

-Aunque esté empapada, me gusta.. ¡Quizá sea lo que estoy esperando!

Y la saludó muy contento.

La reina, en cambio, no estaba convencida de que fuera una princesa a la vista de su aspecto, y dijo para sí misma:

-Sea o no princesa, ha dejado la alfombra echa un asco...

Pero la recibió cordialmente y de inmediato ordenó a sus criados que le dieran ropas secas para cambiarse.

Cuando la joven volvió más compuesta, bien peinada y vestida, al príncipe le gustó todavía más y también a sus padres les pareció simpática. Era de modales refinados y contaba anécdotas con gracia  y educación como hacen las princesas de linaje real.

Pero la reina no acababa de convencerse, aunque la invitó a cenar y a pasar la noche allí, porque la lluvia arreciaba.

No perdía de vista ni un solo gesto de la chica y observó que usaba los cubiertos correctamente y comía con delicadeza.

Sin embargo, frució el ceño cuando dijo:

-¡Puajj! NO, no, no, la sopa no la quiero. Ya tengo bastante con que se me obligue a tomarla todos los días en casa. Y como aquí soy una invitada...

-hijo un majestuoso ademán -aprovecho y me la dejo...

Oh -pensó la reina-, estos chicos son todos iguales, ¡con lo bien que va tomarse un plato de sopita caliente en un día de tormenta! Y, desde lugo, sus desplanes son los de una princesa, ¡eso no se puede negar! ¿Y si lo fuera realmente?

Entonces se le ocurrió un plan para averiguarlo.

La reina se hizo acompañar por un criado al cuarto de invitados y le ordenó que pusiera un guisante sobre el suelo de la cama. Hecho esto, le pidió que colocara sobre el guisante quince gruesos colchones y encima quince edredones bien rellenitos de plumas.

Antes de irse a dormir, el príncipe le confió a su madre que estaba ilusionado, pero la reina le advirtió:

-No tengo tan claro que sea una princesa. Espera a mañana por la mañana -agregó con aire de misterio- y lo sabremos con toda seguridad.

Por la mañana, lo primero que le dijeron a la princesa, fue:

-Buenos días, ¿has dormido bien?

-¡Que va! -respondió- No he podido pegar ojo en toda la noche y tengo todo el cuerpo magullado y lleno de moratones...

-Oh -dijo el príncipe, que no conocía el truco de su madre. Y preguntó:

-¿Cómo es eso? ¿Que te ha pasado?

-Mira, no sé yo lo que había en esa cama, pero era algo que rodó y rodó de un lado al otro, molentándome tanto que fue imposible dormir.

La reina comprendió que era una princesa de verdad, porque sólo alguien tan delicado y sensible podía notar un pequeñísimo guisante a través de quince colchones y quince edredones.

Discretamente le hizo una seña al príncipe y le susurró:

-¡Es una princesa auténtica, hijo mío!

El príncipe pidió la mano de la princesa, se casaron y fueron felices.

Dicen que en el museo del reino se conserva aún el guisante en una cajita de cristal. Y salvo que alguien se lo haya llevado, todo aquel que lo desea puede ir  allí y admirarlo.

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