JUAN SIN MIEDO

Había una vez dos hermanos que eran muy distintos entre sí.

El mayor se llamaba Pedro y el menor se llamaba Juan.

Uno era rubio y otro moreno. Uno delgado y otro robusto.

Uno reía por todo y otro lloraba por nada.

Y además, uno, al contrario que el otro, no tenía miedo nunca.

Su madre decía:

-¿Qué vamos a hacer con Juan? Hay que ver, a este hijo mío, ¡no hay nada que le dé miedo! Incluso mira hacia los relámpagos en noches de tormenta, mientras todos se refugian aterrorizados.

Él mismo solía preguntarse:

-Eso del miedo ¿que será?

Y observaba con curiosidad a la gente cuando se echaban a temblar al oír historias de fantasmas.

Un buen día, Juan decidió ir a conocer el mido; se despidió de su familia y echó a andar.

Siguió sendas y caminos, atravesó valles, subió a montes escarpados y entretanto conoció a personajes curiosos, divertidos o aburridos, pero no se topó con el miedo.

Cierto día llegó a la capital del reino y fue a ver los jardines que rodeaban el palacio, cuando observó un gran ajetreo a su alrededor.

Un paje iba fijando en los troncos de los árboles un cartel que decía lo siguiente:

"Por expresa voluntad del rey, bla, bla, bla, a aquel que tenga el valor de pasar tres noches seguidas en el castillo encantado, se le otorgará la mano de la princesa"

Y ni corto ni perezoso pidió audiencia con el rey y le dijo:

-Majestad, yo iré al castillo ahora mismo.

El monarca se sorprendió muchísimo al oírlo, y de inmediato pensó: Este chico no es de por aquí, no sabe los peligros a que se expone, debo advertirle que muchos intentaron la hazaña de dormir en el castillo, pero ¡ay!, huyeron  presa de espanto.

-Muchacho -dijo el rey-, no dudo en tu valentía  ¿sabes a lo que te expones?

-Me gustaría saberlo... -respondió Juan-, estoy decidido y no se hable más.

Y continuó en su estilo llano:

-Por cierto, ¿es guapa la princesa?

-Oh -exclamo el rey, boquiabierto por tal desenfado.

Y lo condujo hasta un ventanal, desde donde podía verse a la princesa en una torre, leyendo.

Entusiasmado, porque era muy bella, Juan repitió convencido:

-¡Allá voy!

Dos guardias lo acompañaron hasta la entrada del castillo y después se fueron más rápido que volando. Él abrió la herrumbosa puerta con una enorme llave que hizo curjir la madera vieja. Recorrió parte del castillo, apartando a fuerza de soplidos las telarañas que le impedían el paso. Al anochecer encendió un fuego en la chimenea y se echó a dormir. A medianoche lo despertó una carcajada espeluznante. Abrió los ojos y vio a una bruja horrenda. Observando las temibles garras de sus pies y de sus manos, que ya se disponían a apresarlo, le dijo, medio dormido:

-Abuelita, si vas descalza te puedes resfriar. Anda, vete a la cama que es tarde...

Y canturreó: "Bruja, brujita, vete a la camita"

Desconcertada, la bruja se marchó cabizbaja.

Por la mañana, el joven despertó tan alegre como siempre y recorrió otra parte del castillo. Aquí le tocó ahuyentar a manotazos a todo tipo de insectos, lo que no le supuso ninguna dificultad.

Una vez más se hizo de noche, encendió el fuego y se dispuso a dormir.

Sería de madrugada cuando oyó unos rugidos espantosos que lo sacaron de su profundo sueño. Y vio dos enormes tigres que mostraban sus afilados colmillos y se  relamían ante la idea de devorarlo.

Juan se levantó, rezongando:

-Uf, en este castillo no hay quien duerma.

Acercándose a los tigres, con un rápido juego de manos los ató por las colas, de modo que, al moverse, tironeaban el uno del otro. Y les dijo:

-Tigrecitos, tigrecitos, silencio y  quietecitos.

Los tigres se marcharon llorosos, moviéndose con gran dificultad. Y Juan se volvió a dormir.

Despertó al amanecer y se fue a recorrer la zona del castillo que le quedaba por ver. Hay que decir que sólo encontró roedores a los que auyentó silbando.

La tercera noche fue la más ajetreada de todas. En medio de su sueño, Juan recibió la visita del habitante del castillo, del que se había apoderado años atrás y que, a fuerza de terror, alejaba de allí a los habitantes del reino.

¡Era un monstruo de tres cabezas, a cuál más horribles! Echaba humo por los inmensos agujeros de sus narices y rugía con tres tonos de voz por sus tres gargantas. Al estornudar, derribaba incluso árboles, y sus malvadas carcajadas se oían a kilómetros de distancia.

-Pero ¿que veo?, ¿un ser de tres cabezas? Debo estar soñando aún...

El monstruo, ofendido, lo cogió, lo levantó hasta que lo tuvo a la altura de sus ojos y rugio:

-¿Cómo te atreves a dudar de mi existencia?

Juan aprovechó su privilegiada posición, tomó con sus manos las cabezas del ogro, las guntó y las retorció algo por aquí  y un poquito por alló, hasta que formo una sola:

-Asi es como debe ser una cabeza, una y no tres. ¿Dónde se ha visto semejante disparate?

El ogro, confundido, lo dejó en el suelo, mientras oía su recomendación:

-Y ahora, ogro bonito, dejame descansar un poquito.

Una vez hubo cubierto su estancia de tres días en el castillo, Juan volvió al palacio. El rey lo recibió con todos los honores y lleno de admiración por su hazaña.

Y así se casó con la princesa, que aceptó encantada el enlace. Pero cuando el joven le contó lo ocurrido en el castillo, ella decidió hacer algo al respecto.

Una noche, cuando su esposo estaba profundamente dormido, ella fue a por una jarra y la lleno de agua fría. Luego regresó a sus aposentos y se la echó a Juan encima.

Juan despertó despavorido, una sensación desconocida le recorría el cuerpo, temblaba como una hoja y apenas podía hablar, tanto terror lo embargaba.

Y así fue como conoció el miedo, gracias a la ingeniosa idea de su esposa, la princesa.

 

FIN

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